domingo, 29 de junio de 2008

Impunidad y olvido por decreto.

Por: Andrés Otálvaro (andresfotalvaro@yahoo.com)

Partiendo del principio de que los gobiernos engañan y aceptando que el escenario político se compone de toda suerte de intrigas y complejos intereses, perturba y provoca mucha inquietud la más reciente jugada del gobierno colombiano. Jugada inquietante, a todas luces, puesto que el presidente Uribe y su equipo de asesores son zorros muy duchos que cuidan al detalle todos sus avances y por lo general no dan puntada sin dedal.

Es difícil para cualquier observador, aislado de las dinámicas íntimas de este equipo, determinar con precisión cuáles son las razones y los fines de la reciente orden de extradición de 14 cabecillas paramilitares a Estados Unidos. Análisis que se complica aún más en razón del efectivo entramado de desinformación construido a través de sus 6 años de mandato. Pese a las explicaciones y los esfuerzos oficiales dedicados a la legitimación de este acto, mirando bien las cosas, se puede desenterrar un considerable cúmulo de torpezas y de elementos que ratifican una novedosa puesta en escena y la continuación de lo que desde un principio se perfiló como una gran farsa.

Las razones que expuso el presidente colombiano a la opinión pública apuntan principalmente a que los líderes paramilitares (¿desmovilizados?) incumplieron recurrentemente con los compromisos que asumieron al acogerse a la Ley de Justicia y Paz. Los incumplimientos, según Uribe, radican en que los jefes de las autodefensas continuaron delinquiendo desde sus lugares de presidio, no confesaron con diligencia y veracidad el conjunto de sus crímenes y no hicieron entrega adecuada de bienes y dinero a la justicia, lo cual derivó en el anquilosamiento del proceso de reparación a las víctimas.

Saltan a la vista toda una suerte de torpezas del mismo gobierno al manifestar públicamente su incompetencia para poner en práctica los postulados de una ley y dirigir un delicado proceso que buscaba poner solución a uno de los problemas más agudos de la historia contemporánea de Colombia.

Conciente o inconcientemente (lo cuál resulta difícil de creer) Uribe desmintió uno de los más significativos logros que atribuía a su gestión y del que se ufanaba todos los días en foros tanto nacionales como internacionales: el desmantelamiento del paramilitarismo en Colombia. No obstante la naturaleza categórica e irrefutable de este enunciado, convertido en verdadero fetiche gubernamental, fueron muchos quienes no se dejaron meter la mano a la boca y siempre estuvieron al tanto de esta mentira, así como de aquella que quiere negar la estructural simbiosis que existe en Colombia entre el paramilitarismo, el crimen organizado y el Estado.

Conforme fuentes del establecimiento, un interés confeso se mueve en este panorama y presenta a la extradición como un acto de buena conducta del gobierno colombiano ante el congreso de los Estados Unidos, con miras a que la bancada demócrata baje el listón de sus exigencias y abra las puertas para una exitosa negociación del Tratado de Libre Comercio entre los dos países; bloqueado actualmente con motivo de la inseguridad sindical, las violaciones de derechos humanos y la militarización del conflicto colombiano, entre otras cosas.

Esta lógica instrumental revela la lectura del gobierno colombiano con respecto a la subordinación de los intereses nacionales al supremo interés comercial. En términos tecnocráticos: un incremento unitario en términos de concesión de dignidad nacional a cambio de una presunta utilidad marginal comercial ¿Genial, no? Se sacrifica así un proceso judicial de alcances históricos para Colombia en aras de la ratificación de un acuerdo económico que como es bien sabido beneficiará principalmente a los mismos poderosos de siempre ¿Acaso tan poca cosa vale la humanidad de los colombianos y las colombianas? Porque lo cierto es que el principal costo de esta tétrica jugada política corre por cuenta de las víctimas del conflicto, entre ellos miles de campesinos que, desde la indefensión, debieron soportar las masacres, los asesinatos selectivos, los robos, los destierros y demás castigos provenientes de la motosierra paramilitar.

Sería incauto creer que a distancia, como si de la fuerza de gravedad se tratase, los siniestros actores intelectuales vayan a confesar prolijamente (algo que en Colombia no hicieron) sus crímenes de guerra y de lesa humanidad así como sus atropellos a los derechos humanos ¿Acaso en las cárceles de Estados Unidos existe un aliciente especial o un clima propicio que se preste para el recogimiento moral necesario y el sincero arrepentimiento de los victimarios? Si a ello sumamos todas las trabas administrativas que podría conllevar la “cooperación judicial” entre ambos países, podremos hacernos una idea del cultivo de impunidad que cada vez toma proporciones mayores.

“Cooperación judicial” es un eufemismo utilizado por las autoridades para evitar nombrar lo que tradicionalmente ha sido la actitud dócil y de sometimiento que el tristemente arrodillado y manoseado gobierno colombiano (quizás ahora más que nunca) ha perpetuado en su relación con los Estados Unidos. No se entiende por qué los colombianos y las colombianas tengamos que ceder los trámites de expiación de nuestras culpas nacionales y el protagonismo de nuestra propia historia a los intereses jurídicos hegemónicos de otra nación ¿Dónde queda nuestra dignidad, nuestra autonomía y nuestra soberanía? Se nos escapa entonces la posibilidad de saldar cuentas con un pasado marcado por heridas muy profundas ya que con lo ocurrido se veta la posibilidad de profundizar en atroces verdades y de adelantar acciones de reparación, no sólo material sino principalmente moral, a partir de procesos de catarsis en donde el perdón y el arrepentimiento sinceros se hagan sentir.

En contraposición a lo que piensan algunos, esta decisión no redundará en una pena más contundente para los paramilitares en cárceles estadounidenses. Por el contrario, los libra de una eventual captura, procesamiento y condena en el marco de la Corte Penal Internacional. Sorprende la impasibilidad propia de las imágenes de los criminales durante su traslado al país del norte. Contrariamente a lo que afirma la editorial del 14 de Mayo del diario bogotano el Tiempo, actualmente voz autorizada al servicio del poder ejecutivo en Colombia (tan pluralista es este medio como el gobierno colombiano se vanagloria de serlo él mismo), la existencia de un pacto subrepticio entre los jefes paramilitares y el gobierno colombiano cada vez despierta más sospechas: los intereses de ambos bandos son tan cercanos que no podría ser de otro modo. Es un secreto a voces que día a día toma más fuerza y plantea complejos interrogantes acerca de los detalles de este montaje. El clandestino Pacto de Ralito, firmado por varios políticos de derecha y representantes de las Autodefensas Unidas de Colombia en 2001, se refiere a la celebración de un nuevo contrato social y la fundación de una nueva patria: quizás esa gran empresa exija los sacrificios actuales de algunos “patriotas” en el entendido de que en un futuro serán recompensados como es debido.

Es insultante que el presidente justifique su decisión como una medida en pro de la verdad y la memoria histórica. Nada más falso ya que lo que se nos viene encima es un dramático proceso de desmemoria histórica, sobre el cuál será imposible construir un nuevo proyecto democrático; se acrecientan arenas movedizas en las que la heridas y los rencores pervivirán, los traumas permanecerán gravitando. Un maltratado, débil y homogenizado nacionalismo definido sobre manera por intereses foráneos, asentado sobre un forzado intento de olvido colectivo y marcado por huellas de impunidad en favor de los verdugos, nunca podrá consolidarse como base sólida para provocar un verdadero sentido de pertenencia (hacia lo dignamente colombiano). Ello, a su vez, impedirá el desarrollo de una potente memoria histórica tanto individual como colectiva a partir de la curación y la redefinición de nuestras identidades e intereses en pro de un futuro más justo, próspero y estable. Algunos países merecen lo que tienen: sería doloroso pensar que el caso colombiano es inexorablemente uno de ellos.